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26 de June del 2020 a las 15:02 -
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“Educar, un asunto de todos” (o el síntoma del tapabocas)
¿Es razonable ir a la cancha de Nacional con un tapabocas que diga “Fútbol, NO Naciomal” o ir a la cancha de Peñarol con la leyenda “Fútbol, NO Penadoy” o alguna otra ocurrencia por el estilo?
¿Es razonable ir a la cancha de Nacional con un tapabocas que diga “Fútbol, NO Naciomal” o ir a la cancha de Peñarol con la leyenda “Fútbol, NO Penadoy” o alguna otra ocurrencia por el estilo?

(Escribe, prof. Pablo Romero) En una sociedad en donde los debates públicos escasean, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo, o están atravesados la mayor de las veces por dicotomías concebidas desde la lógica binaria del barrabrava futbolero, desde opuestos que abandonan todos los matices posibles y nos condenan a la imposibilidad del diálogo real y el acuerdo fundado en el consenso argumentado, la calidad democrática se ve notoriamente resentida. Y esta parece ser una de nuestras principales tragedias. Sin llegar al grado de la renombrada grieta que escuchamos desde hace años en la vecina orilla, lo cierto es que no venimos nada bien en relación a la construcción de una cultura del debate que pueda manejar el disenso desde lo razonable y reunidos bajo la mirada del bien común antes que del interés corporativo.

El reciente episodio en torno al tapabocas propuesto por el sindicato docente de Fenapes con la leyenda “Educar, NO LUCrar” y la respuesta por parte del CES de prohibir su utilización en centros de estudios, es una muestra de cómo seguimos sin poder manejar tales cuestiones dentro de parámetros deseables en relación al bien general y a la necesidad de generar debates de calidad democrática y no meras guerrillas de trincheras. Y esto corre en particular para mis colegas del sindicato docente, que siguen sin entender que un elemento central para concebir las condiciones de respeto público a nuestras posturas (nuevamente, la opinión pública toma una parte por el todo y esgrime una notoria condena al proceder del conjunto docente) es comenzar por respetar las de los demás, comenzando por la de nuestros alumnos (que son bastante más importantes que la pulseada con el gobierno, ni pueden ser la excusa, en todo caso).

¿Es razonable ir a la cancha de Nacional con un tapabocas que diga “Fútbol, NO Naciomal” o ir a la cancha de Peñarol con la leyenda “Fútbol, NO Penadoy” o alguna otra ocurrencia por el estilo? Evidentemente, implica una provocación y lo que menos podría concitar es un debate en relación a quién juega mejor al fútbol. Si trasladamos esta lógica futbolera al ámbito del debate educativo, por supuesto que el impacto es mucho más grave. No podemos convertir a los liceos y escuelas en canchas de fútbol, donde los docentes actuemos como lo haría un hincha. Allí imperan otras lógicas, nada recomendables en relación al ámbito educativo.

¿O acaso puede un alumno sentirse habilitado para pensar en relación a la LUC, o para debatir sobre el asunto si tuviese una posición en principio favorable a dicha ley, si a su frente tienen a su referente adulto y académico con un tapabocas que marca una posición tajante, inamovible como la fe del hincha que esgrime con desmedido orgullo una bandera en la tribuna del Estadio? Ciertamente, implica un grado de violencia simbólica (si estoy a favor de la LUC, por ejemplo, queda “claro” que estoy para el “lucro” y en “contra” de la educación pública, convirtiéndome en un “enemigo” del otro “bando”) y una invitación a no debatir que nos coloca en uno de los peores lugares en que podemos ubicarnos desde nuestro rol de educadores.

Educar es abrir las posibilidades del diálogo, habilitar constructivamente el disenso, mostrar en todo lo posible las diversas aristas que presenta un tema que supone un debate de ideas (no es lo mismo enseñar una fórmula química aceptada por toda la comunidad científica que abordar un asunto que es polémico, que divide aguas, que implica necesariamente visiones contrapuestas) y generar la capacidad de reflexión y autonomía en el otro, en ese alumno que se está construyendo como sujeto pensante, como sujeto que valora. Este es el acto político central que honra a nuestra profesión.

Y no es neutralidad, sino que, por el contrario, implica tomar parte decididamente por valores fundamentales de la vida política. La política entendida en su sentido más amplio, aquella que inevitablemente atraviesa todo acto educativo, es aquella que está determinada principalmente por valores republicanos (la “res pública”, ubicada una escalón arriba del bien sectorial), por principios éticos que están en relación con el bien común, el cual no puede tener otra base que el de pregonar la mirada más allá del ombligo de uno, con anclaje en la virtud dialogante, en la verdad como consenso.

 Y si entendemos, como docentes, como profesionales de la educación, como sujetos que valoran en relación a ese bien general, que la LUC es un mal camino a recorrer en relación al bien público en general y para la educación pública en particular, atentando contra aquellos valores que justamente entendemos que son deseables darnos como sociedad, la estrategia a tomar jamás puede ser la del panfleto ocurrente y el intento de adoctrinamiento mediante eslóganes aforísticos (que “resuelven” lo complejo en una frase de barricada) que circulen en centros educativos, desde el posicionarnos como portadores de una verdad incuestionable que no necesita dialogar con nadie, sino imponerse. No podemos comportarnos como evangelizadores (respetables en su actividad, pero que claramente cumplen otro rol y en otros ámbitos). Un docente no puede operar como si fuese un Testigo de Jehová.

Hacer marketing de un pensamiento de antemano sesgado a partir de la publicidad ideologizante (y no dialogante) colocada en un tapaboca por parte de profesores en un centro de estudio, decididamente  no es el camino a recorrer. Como no lo es cuando en el marco del debate educativo que debemos darnos simplemente apelamos al adjetivo negativo respecto del que piensa distinto, eludiendo argumentar, recurriendo al Ad hominem como recurso para invalidar la  postura que no compartimos. No somos los dueños per se de la verdad, ni podemos apropiarnos de condiciones éticas a priori que nos colocan siempre del lado del “bien”. Tales virtudes se consolidan desde la valoración intersubjetiva que finalmente entra en juego. La verdad y los valores deseables son cuestiones siempre en construcción y nadie puede ser tan iluso (o malintencionado) como para creer que alcanza con autodesignárselos y que luego sea simplemente una cuestión de  dedicarse a esparcir tales condiciones a los cuatro vientos…y mediante una frase ingeniosa en un tapabocas. La verdad se constituye argumentando, la ética se consolida a partir de nuestros actos y desde la mirada del otro.

El asunto tampoco debería encallarse en la discusión respecto de los límites de la laicidad, que algunos querrán mover un centímetro más para acá o más para allá de la línea que crean conveniente trazar, sino que estamos ante un debate sobre la libertad. Si algo no podemos violentar los docentes es la libertad del otro. Y mucho menos esgrimiendo que lo hacemos en nombre de la libertad. ¿En tanto tengo la libertad de expresarme puedo dar contra el piso la libertad ajena? El riesgo de autoritarismo que implica esta perspectiva de la libertad sin empatía por el otro y sin límite alguno, es un asunto central de nuestra época. Los que se rasgan las vestiduras en nombre de la libertad, resultan ser, en algunas ocasiones, los primeros en arrasarla.

En sociedades cada vez más diversas, cada vez más plurales, el cómo tramitamos los diferentes puntos de vista es lo que determina nuestro nivel de cuidado y respeto a la libertad, particularmente en cuanto de las limitaciones que debe tener, o sea, respecto de no terminar avasallando libertades ajenas en nombre de las propias. La línea es muy fina y requiere los mayores esfuerzos de todos. Debemos poder debatir desde posiciones en principio encontradas, debemos poder tener un sindicato fuerte en propuestas y abierto al diálogo, debemos tener un gobierno  dispuesto a escuchar y que incorpore a los docentes en sus espacios de toma de decisiones. El dialogo entre sordos, de colmo con gestos de soberbia y autosuficiencia, ya hemos comprobado que no es el camino.

¿Cuántas veces seguiremos tropezando con la misma piedra? ¿Cuán torpes podemos seguir siendo? ¿Importa más el Frente Amplio, los partidos de la coalición multicolor o los sindicatos docentes, que mejorar nuestra situación educativa y que la construcción de una sociedad no dividida desde la arenga corporativa y partidaria, que logra zanjar sus diferencias en favor del bien general? ¿Cuántas veces seguiremos discutiendo por los medios de comunicación, sin sentarnos a dialogar en torno a una mesa, con intenciones de construir más allá de las diferencias?

Si esto no es posible, entonces la política habrá fracasado nuevamente. Y todos somos responsables de darle muerte. Y resulta que nos preguntamos luego por qué la ciudadanía cada vez desconfía más de los políticos y de la política como camino para mejorar nuestra sociedad. El riesgo de esa decepción termina siempre siendo el comienzo de una sociedad poco democrática. La política del grito y la grieta, se termina aquietando con pérdida de libertades. Nada hemos aprendido si no entendemos que nos guste o no debemos dialogar y saber ceder cuando es necesario hacerlo en nombre de un valor consensuado como superior. Quizás, en este sentido, un tapabocas más interesante de hacer circular sea aquel que contenga la leyenda “Educar, un asunto de todos”.

Como sea, al final de cuentas, que el debate educativo se aloje en una lucha por leyendas escritas en un tapabocas no hace más que dejar en claro un síntoma que debería avergonzarnos. O llamarnos a darle la debida altura al asunto.

 

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