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20 de October del 2025 a las 23:17 -
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´La salud mental no puede esperar más: cada demora, cada silencio, puede costar una vida´ dijo el edil Damián De Oliveira
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La salud mental es un estado de bienestar que permite afrontar los momentos difíciles, aprender, trabajar, crear vínculos y sentirse parte del mundo. Es, como recuerda la Organización Mundial de la Salud, un derecho humano básico, tan necesario como el alimento o la vivienda, porque de ella depende nuestra capacidad de decidir, soñar y convivir.

En la adolescencia, cuando todo cambia —el cuerpo, las emociones, los vínculos—, ese equilibrio se vuelve frágil. La pobreza, el maltrato, la soledad o la violencia pueden romperlo fácilmente. Y muchas veces lo hacen en silencio.

Hoy, uno de cada siete adolescentes en el mundo vive con algún trastorno mental, y la mayoría no recibe la ayuda que necesita. Detrás de cada número hay una historia interrumpida: un joven que se siente solo, una familia que no sabe cómo acompañar. Protegerlos y escucharlos no es solo una política de salud: es una responsabilidad colectiva.

 

En Uruguay, esa responsabilidad empieza a tomar forma en experiencias que buscan romper el silencio.

 

En barrios donde los jóvenes cargan con historias difíciles y pocas redes de contención, los nuevos centros comunitarios intentan abrir espacios de confianza y apoyo.

 

En Casavalle, un cartel con letras coloridas anuncia: “Ni silencio ni tabú”. Adentro, adolescentes conversan con psicólogos, hacen murales y participan en talleres que los ayudan a poner en palabras lo que muchas veces se calla. Es el séptimo centro de atención a la salud mental juvenil del país. Detrás del acto oficial, sin embargo, queda una pregunta: ¿cuántos jóvenes logran realmente llegar hasta esa puerta?

Nuestro país arrastra desde hace más de una década cifras alarmantes que lo ubican entre los países con mayor tasa de suicidio adolescente de América Latina. En 2024 se registraron 764 suicidios (21,3 por cada 100.000 habitantes) y el 16 % correspondió a menores de 24 años. En el grupo de 15 a 19 años hubo 32 casos, pero los intentos de autoeliminación superaron los 440 por cada 100.000 jóvenes. Detrás de esas cifras hay angustia, soledad y pedidos de ayuda que, demasiadas veces, llegan tarde.

La pandemia dejó marcas profundas. Aunque la emergencia sanitaria terminó, la crisis emocional no se fue con ella. Persisten el cansancio, la incertidumbre y el deterioro de los vínculos familiares. El propio Ministerio de Salud Pública reconoce que la demanda de atención juvenil crece año a año y que los servicios no alcanzan.

 

El silencio se ha vuelto un síntoma social que se manifiesta en aulas donde los docentes no saben cómo actuar ante una señal de alarma, en hogares donde se confunde tristeza con rebeldía o en redes donde los jóvenes buscan contención y solo encuentran ruido.

La prevención debe empezar antes del síntoma

La salud mental, más que un asunto clínico, es un termómetro del bienestar colectivo. Los centros “Ni Silencio Ni Tabú” son una apuesta valiosa, ya que brindan atención gratuita a jóvenes de 14 a 29 años, combinando psicoterapia, talleres y espacios de expresión. Desde su inicio han realizado más de 7.800 actividades y atienden a unos 800 adolescentes.

Pero la demanda desborda la capacidad. “Estos dispositivos llegan cuando el problema ya estalló. Necesitamos prevención temprana dentro de las escuelas, formación docente para detectar señales y redes barriales que acompañen. El abordaje clínico solo no alcanza.”

En Montevideo los servicios se multiplican, pero en el interior la escasez es crítica, siendo que en algunos departamentos hay un solo psiquiatra infantil para todo el sistema público. Aun así, hay señales esperanzadoras: en Maldonado y Rivera, varias escuelas incorporaron talleres de convivencia y acompañamiento emocional. Los resultados muestran una disminución de los episodios de autoagresión y un aumento de las consultas espontáneas.

En los barrios, las redes vecinales y los clubes sociales también cuentan: son lugares donde los jóvenes recuperan el sentido de pertenencia, muchas veces el primer paso para sanar.

Cada centro que se inaugura es un avance, pero también evidencia una deuda: la ausencia de una política nacional integral de salud mental adolescente. Uruguay tiene programas valiosos, pero dispersos. Falta un plan que articule los esfuerzos de los ministerios de Salud, Educación y Desarrollo Social junto a las Intendencias y que asegure presencia real en el territorio.

La prevención debe empezar antes del síntoma: en las aulas, en los clubes, en los medios, en la palabra de cada adulto que se atreve a preguntar cómo está un joven. Porque una política pública no empieza con un decreto, sino con una sociedad que decide mirar de frente el dolor que suele esconder. Escuchar a tiempo puede salvar una vida. Y ese debería ser, por encima de cualquier diferencia partidaria, el verdadero sentido de la política.

De $94 millones en el quinquenio pasado, ahora pasamos a $23 millones, con estos números ahora si queremos hacer algo hay que unir fuerzas.

 



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