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Una ronda a su lado: Felix Luna en su centenario
El centenario de su nacimiento abre una pregunta inevitable: ¿qué lugar ocupa hoy la historia en la vida de nuestras sociedades? En tiempos donde la memoria parece fragmentarse entre pantallas fugaces y discursos apresurados, el legado de Luna recuerda la necesidad de pensar con calma y con palabras justas, de narrar el pasado con precisión sin perder el pulso humano de la emoción.
El centenario de su nacimiento abre una pregunta inevitable: ¿qué lugar ocupa hoy la historia en la vida de nuestras sociedades? En tiempos donde la memoria parece fragmentarse entre pantallas fugaces y discursos apresurados, el legado de Luna recuerda la necesidad de pensar con calma y con palabras justas, de narrar el pasado con precisión sin perder el pulso humano de la emoción.

(escribe Sergio Pérez) El pasado 30 de septiembre, Félix Luna habría cumplido cien años. Y, como en los versos eternos de Alfonsina y el mar, su memoria nos convoca aún a una ronda emocionada. Más que una conmemoración, este artículo busca evocar su figura y, sobre todo, invitar a los lectores a redescubrir a un intelectual que supo tender puentes entre el rigor académico, la sensibilidad popular y la potencia del lenguaje poético. Su presencia se impone hoy con la claridad de una huella imborrable, como un faro que iluminó con igual intensidad el archivo de la historia y la música de la memoria colectiva. 
Fue abogado, docente, periodista, ensayista y escritor, pero sobre todo fue un divulgador en el sentido más noble del término. Su obsesión fue devolver la historia a la gente, sacarla de los claustros y de las aulas para depositarla en las páginas de kioscos y en las voces de la radio. Esa convicción lo llevó en 1967 a fundar Todo es Historia, revista que abrió un cauce inédito y que se convirtió en verdadero patrimonio cultural de la Argentina. Cada número era una invitación a dialogar con el pasado, a mirar con otros ojos lo que hasta entonces se había narrado desde el bronce o la omisión.
Su obra literaria y ensayística fue igualmente prolífica. Libros como Los Caudillos, El 45, Perón y su tiempo o Breve historia de los argentinos marcaron hitos en la forma de comprender los procesos políticos y sociales del país. En Soy Roca, Luna exploró el límite entre historia y ficción, poniendo a hablar en primera persona al propio Julio Argentino Roca, con un verismo que todavía sorprende. Paralelamente, junto a Ariel Ramírez, dio vida a obras musicales que trascendieron fronteras: Mujeres argentinas, Cantata sudamericana, piezas en las que la memoria histórica se fundía con la emoción poética. En él convivieron el investigador riguroso y el poeta capaz de transformar la historia en canto colectivo.
El centenario de su nacimiento abre una pregunta inevitable: ¿qué lugar ocupa hoy la historia en la vida de nuestras sociedades? En tiempos donde la memoria parece fragmentarse entre pantallas fugaces y discursos apresurados, el legado de Luna recuerda la necesidad de pensar con calma y con palabras justas, de narrar el pasado con precisión sin perder el pulso humano de la emoción.
Para redescubrir al hombre detrás del historiador, resulta revelador escuchar la voz de quienes lo conocieron. Raúl Óscar Finucci, diagramador y coordinador editorial de Todo es Historia, aporta un testimonio privilegiado desde Mechita, el pequeño pueblo bonaerense donde hoy reside. Su relato devuelve a Luna en escenas mínimas, en anécdotas de redacción, en detalles domésticos que revelan al editor minucioso, al político austero, al intelectual de humor seco y cordialidad cálida.
Finucci recuerda su propio ingreso a la revista, tras formarse en la Fundación Guttenberg. Llegó como suplente de diagramador y terminó coordinando un engranaje que debía dar a luz cada mes una revista de noventa y seis páginas. El esfuerzo equivalía a producir un libro entero en treinta días. El tiempo corría siempre más rápido que la imprenta, pero el trabajo era un privilegio: significaba estar en contacto con los colaboradores más notables del país y, sobre todo, con el propio Luna.
En esas reuniones semanales desfilaban nombres que hoy son referencia: María Sáenz Quesada, Carlos Escudé, María Esther de Miguel, Lucía Gálvez, Hebe Clementi, Daniel Schávelzon, Horacio Sanguinetti. Cada uno traía su universo de ideas, y la revista se convertía en un mosaico plural que renovaba la conversación pública.
La tapa del primer número fue, en sí misma, un manifiesto. Juan Manuel de Rosas, pintado por Descalzi, aparecía en portada con el título “Las mujeres de Rosas”. En un tiempo en que Rosas era un innombrable, esa decisión fue un gesto de audacia editorial. El artículo no era escandaloso: hablaba de la madre, la esposa y la hija. Pero el efecto fue enorme. La revista debió reimprimirse varias veces y el debate público se agitó en torno a una figura que hasta entonces había permanecido en las sombras de la historiografía.
Luna dirigía esas discusiones con la sobriedad de quien sabe escuchar. Radical de convicción, también había ejercido como Secretario de Cultura de la ciudad de Buenos Aires en los años ochenta, pero jamás permitió que su cargo se usara para favorecer a su revista. “Ni un aviso publicitario, ni siquiera institucional”, repetía. La redacción sufría la falta de recursos, pero el principio de independencia quedaba intacto. Esa ética era, en sí misma, una estética intelectual.
La vida cotidiana de la redacción tenía sus colores. Miguel Brascó enviaba notas escritas con dos biromes, una azul y otra roja, en ambas manos, mezclando mayúsculas y minúsculas con humor de bon vivant. Finucci confiesa la torpeza de no haber guardado ninguna de esas piezas únicas. Anécdotas como esa hablan de un clima de libertad creativa, de un espacio que era tanto publicación como laboratorio de ideas.
Luna no era solemne en exceso. Finucci recuerda haberlo visto caminar en su quinta de Exaltación de la Cruz, con bastón y pañuelo al cuello. “¿Por qué el bastón, doctor?”, preguntó. “Coquetería”, respondió Luna. El detalle resume un estilo: sobrio, irónico, elegante sin ostentación.
La música fue otra vía para su palabra. Junto a Ariel Ramírez creó Mujeres argentinas y Cantata sudamericana. Alfonsina y el mar trascendió como patrimonio universal, canción que condensa poesía, tragedia y ternura. Con ella, Luna demostró que la historia también puede ser emoción popular y que el lirismo puede ser una forma de memoria.
En 1984, organizó junto a payadores como Víctor Di Santo la primera celebración del Día del Payador en el Teatro Presidente Alvear. Cuando todos esperaban un discurso, Luna subió al escenario con guitarra en mano e improvisó una payada. Ese gesto sintetizaba su manera de entender la cultura: no como ornamento, sino como participación viva.
El centenario de su nacimiento encontró ecos dispersos. Hubo homenajes en círculos académicos y familiares, pero los grandes medios pasaron de largo. Finucci lo señala con claridad: “Nosotros vamos hacia la información porque sabemos qué buscar. La televisión no nos lo entrega”. La advertencia es clara: la memoria cultural requiere militancia ciudadana.
El paralelo con Uruguay resulta inevitable. Allí también centenarios recientes, como los de Rubén Lena u Osiris Rodríguez Castillos, recibieron homenajes oficiales tardíos (en los casos que los hubo), a veces improvisados. La institucionalidad puede demorar; la cultura popular, en cambio, mantiene viva la llama a través de bibliotecas, peñas, radios y periódicos.
En el recuerdo de Finucci, Luna aparece también como un hombre de pequeñas ironías. Pedía cigarrillos prestados y respondía con frases ingeniosas; bromeaba sobre la falta de piedras en un kiosco y dejaba escapar sonrisas discretas. Esa humanidad lo alejaba del bronce y lo acercaba a la gente común.
La obra de Luna permanece como edificio sólido. Los Caudillos, Soy Roca, Perón y su tiempo, Breve historia de los argentinos. Cada título es un ladrillo en la construcción de una memoria crítica y, al mismo tiempo, accesible. Su estilo fue siempre claro, sin barroquismos, sin concesiones al anacronismo fácil. La claridad era su forma de cortesía intelectual.
Desde esta margen del Rio de la Plata que tanto aprecio despertaba en Félix Luna, el centenario de su nacimiento nos invita a celebrarlo con la certeza de que su legado permanece vivo a ambos lados del Río de la Plata. No es un dato menor que, en el corazón del Barrio Histórico de Colonia del Sacramento, todavía se erige la casa que lo cobijó en sus estadías orientales, como un símbolo tangible de ese vínculo entrañable con nuestra tierra. Allí, entre muros cargados de memoria y calles empedradas que parecen resistir al tiempo, la presencia de Luna sigue convocando a la reflexión y al encuentro, como si su voz aún recorriera esas galerías para recordarnos que la historia, cuando se vive con pasión y se comparte con generosidad, se transforma en patrimonio común.



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