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(escribe Sergio Pérez) Uruguay tiene un cancionero de una riqueza innegable. Sin embargo, basta recorrer festivales, concursos o ensambles juveniles para comprobar una realidad incómoda: el repertorio se ha reducido a dos o tres piezas repetidas hasta el hartazgo. “Cuando cante el gallo azul” y “La Galponera” se han convertido en la llave de acceso al “folklore de escenario”. Esas canciones se interpretan en serie, casi siempre sin referencia a sus autores y, peor aún, en versiones que vacían su espesor poético y musical.
La omnipresencia de un gallo domesticado
Que “Cuando cante el gallo azul” se repita hasta en videos políticos de ocasión, con un acordeón de fondo acompañando a Lacalle Pou comiendo un guiso en Masoller, dice más de nuestra pereza cultural que de la canción en sí. No es una obra anónima ni un jingle: fue recopilada por Bolívar Pérez y llevada al cancionero por Washington Benavides y Larbanois & Carrero en Amigos (1978). Como recuerda Eduardo Larbanois en su libro Partituras de música popular uruguaya (Ediciones de la Banda Oriental, 2000):
“Esta maxixa fue recopilada por Bolívar Pérez, un músico popular de Tacuarembó, tocador de acordeón. Washington Benavides le puso texto y fue grabado por ‘Larbanois & Carrero’ en el disco Amigos en 1978 para el Sello Sondor. Existen varias ediciones y una versión diferente para una antología, del Sello Orfeo de 1992. Los guitarreros del pueblo acompañaban este ritmo con un naipe que introducían en el brazo de la guitarra, entre las cuerdas y el diapasón, produciendo un sonido a redoblante.”
Omitir esta genealogía es amputar la obra de su sentido. Lo que queda es un cascarón: un tema de moda repetido como muletilla.
La degradación de La Galponera
El caso de La Galponera es aún más grave. Osiris Rodríguez Castillos concibió una pieza de altísimo rigor estético, con una arquitectura musical precisa y una poesía anclada en lo más hondo de la identidad oriental. Hoy, lo que circula en escenarios populares y redes sociales son versiones que suenan a cumbia de prostíbulo barato. Y sí, decirlo en estos términos resulta incómodo, pero no hay otra forma de nombrar esa caricatura sonora que degrada la obra a un entretenimiento vulgar.
Reducir a Osiris a ese simulacro es un acto de banalización cultural, un insulto al oficio compositivo y a la memoria artística del país.
El problema pedagógico
El núcleo del asunto está en la enseñanza. Cuando docentes, preparadores y jurados celebran la repetición de dos o tres títulos, transmiten a las nuevas generaciones que investigar no importa, que basta tocar lo que el público ya conoce. Es la pedagogía de la comodidad: formar intérpretes dóciles y no músicos críticos. Así se empobrece el horizonte y se prostituye el repertorio.
El folklore no es una lista de éxitos reciclables. Es un territorio vivo, múltiple, atravesado por tensiones sociales, poéticas y musicales. Negar esa complejidad es renunciar a la cultura como espacio de formación ciudadana. Lo políticamente correcto es aplaudir cualquier versión y celebrar la “difusión”. Lo intelectualmente honesto es decir que estamos desperdiciando el legado.
Nombrar a los autores, diversificar los programas, contextualizar las obras, trabajar con fuentes críticas: eso no es burocracia, es ética cultural. Lo contrario es el vaciamiento: convertir canciones en eslóganes para concursos, himnos de ocasión o hits bailables sin espesor.
Uruguay no necesita más gallos azules repetidos hasta la saturación ni más galponeras travestidas en cumbia. Necesita una pedagogía que forme criterio, un circuito que premie la investigación y una sociedad que respete la creación.
El gallo azul puede cantar, la galponera puede sonar, pero lo que está en juego es si nos contentamos con repetir caricaturas o si asumimos la responsabilidad de sostener un cancionero digno de su historia.
Referencia APA
Larbanois, E. (2000). Partituras de música popular uruguaya. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental.
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