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(escribe prof. Alejandro Carreño T.) Larga es la lista de presidentes asesinados y de otros que han salvado de atentados milagrosamente. El caso de Donald Trump es uno de ellos y no será el último, pues los Estados Unidos cada cierto tiempo nos sorprende con este tipo de atentados y otros que, lamentablemente, ocurren más a menudo de lo que el mundo civilizado pudiera imaginarse, como los asesinatos masivos en colegios y lugares públicos. Una sociedad sin duda enferma que atenta contra sí misma con asombrosa frecuencia y tranquilidad.
Nada justifica, sin embargo, el asesinato de una persona, pero sabemos que vivimos en un mundo convulsionado por sectarismos políticos y odiosas polarizaciones exacerbadas, que conducen al asesinato sin fronteras ideológicas de quienes se enfrentan democráticamente en una disputa electoral. O son víctimas de lobos solitarios trastornados que buscan (no lo sé), un lugar en las negras páginas de la historia. O caen abatidos bajo las balas del crimen organizado. Ser político hoy no es solo defender un ideal o varios ideales, o representar los sueños de la ciudadanía muchas veces engañada por esos sueños.
Sino también jugar a la ruleta rusa con sus vidas expuestas a estos actos criminales. Se dirá que depende del país. Que no en todas partes del mundo se cuecen habas, como dice el dicho que, por lo demás, ya Cervantes lo declaraba en Quijote (Segunda Parte, capítulo XIII). Es cierto, no son las mismas habas, pero igual se cuecen, con mayor o menor frecuencia. En Estados Unidos y gran parte de nuestra convulsionada América Latina, el crimen político se ha hecho el pan nuestro de cada día, y los atentados se multiplican como el pan bíblico. Y la salvada milagrosa de Donald Trump no es más que otro botón de muestra.
Pero el político sigue en lo suyo, como el propio Trump lo ha declarado. Su puño levantado en medio de agentes de seguridad y con su oreja derecha sangrando, representa el símbolo de una lucha que el intento homicida no detendrá. Y está bien que no la detenga. El político no puede entregarse al temor, porque ello implica dejar la democracia en manos de asesinos, dementes o lobos solitarios delirantes. Cada ejemplo que conocemos debe significar una advertencia para la clase política, para que proteja con mayor y mejores resguardos su integridad física.
No es que muramos de amor por ellos. De ninguna manera. Pero de ellos depende, nos guste o no, la estabilidad política y social de un país cuyo valor esencial es la democracia. Por ello, las urnas deben simbolizar siempre el paredón democrático, donde nuestro voto eliminará a quienes, finalizada la batalla final, les demos el tiro de gracia. Nuestra responsabilidad ciudadana no es menor, ni al momento de apoyarlos cuando han sufrido algún atentado, ni cuando, secretamente, escogemos a aquel que nos parece más digno para dirigir los destinos de nuestro país.
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