(escribe prof. Alejandro Carreño T. ) El Presidente brasileño, Luis Inácio Lula da Silva adoptó una medida que debiera servir de ejemplo para algunos mandatarios latinoamericanos, como el chileno Gabriel Boric, por ejemplo. ¿Qué hizo Lula? Simple. Preocuparse de la seguridad de los brasileños y turistas que visitan Brasil, militarizando puertos y aeropuertos debido al desbande la de delincuencia. La gota que rebalsó el vaso fueron los asesinatos ocurridos en Rio de Janeiro, precisamente la ciudad más turística del gigante latinoamericano. El asesinato a sangre fría de tres médicos traumatólogos paulistas, cuando cenaban en un bar de la playa Barra de Tijuca, colmó la paciencia de las autoridades.

Los profesionales, acribillados a balazos por una banda que simplemente se bajó del auto y disparó más de veinte tiros sin mediar palabra alguna, habían participado de una conferencia sobre ortopedia. Un cuarto médico quedó gravemente herido. ¿Motivo del crimen? La policía maneja dos teorías. Una, los sicarios los confundieron con integrantes de otra banda. Dos, posiblemente se trató de un crimen político, pues uno de los médicos era hermano de la diputada Samia Bomfin, del Partido Socialismo y Libertad (PSOL). Pero como estamos en Rio de Janeiro y aquí todo puede suceder, los sicarios aparecieron muertos en la zona oeste de la ciudad, presumiblemente para que no diesen nombres en caso de ser arrestados por la policía.

Y como si todo esto no bastase, hace una semana, un grupo de parapoliciales, milicia armada de extrema violencia, quemó 35 buses en Rio de Janeiro como represalia por la muerte de uno de uno de sus jefes a manos de la policía. O sea, Netflix en vivo y en directo desde la ciudad del Cristo Redentor, sin tener que pagar ninguna suscripción. Los cariocas están aterrorizados. Y el gobierno también. No solo por lo que ocurre en Rio de Janeiro, ciudad emblema de Brasil en términos turísticos, sino por la criminalidad desatada en todo el país. El narcotráfico y el crimen organizado destruyen un país y lo dejan en la mira ante el resto del mundo.

Como lo está Chile en estos momentos. La embajada estadounidense, por ejemplo, ha solicitado el jueves pasado, mediante un mailing list a sus ciudadanos, que no visiten ni Valparaíso ni Viña del Mar, por los altos índices de criminalidad de ambas ciudades. Y si lo hacen que tomen una serie de medidas de seguridad. Pero Santiago, la capital, las supera con creces y todo el país, en realidad, vive a merced de las bandas organizadas, el narcotráfico y el terrorismo desatado en la Macrozona Sur. La diferencia con Brasil es que allá se han tomado medidas y las adoptadas ahora por Lula son extremas, como debe ser cuando la situación es extrema. Pero acá, las autoridades son absolutamente complacientes con la delincuencia, a la cual protegen sus derechos humanos, los indultan y les dan pensiones de gracia.

Por eso Lula es un ejemplo. Él tiene claro que no sabe si las medidas decretadas solucionarán o por lo menos aminorarán la crítica situación delictiva que vive el país. Pero lo cierto es que los militares se harán cargo de puertos y aeropuertos, juntos con la Policía Federal, sobre todo Guarulhos y el puerto de Santos en São Paulo y Galeão y el puerto de Itaguaí en Rio de Janeiro, pues ellos son centros logísticos de exportación de cocaína con destino a Europa y reciben, al mismo tiempo, contrabando de poderosas armas que inundan las calles de Brasil. La medida se extenderá hasta mayo de 2024.

Es verdad. El Presidente Lula no sabe cuál será la efectividad de estas medidas extremas, pero, por lo menos, existe la preocupación y se ejecutan acciones encaminadas a solucionar o aminorar, como dije, la situación. Ignoro la realidad de otros países latinoamericanos, pero conozco, y muy bien, la realidad de mi país, Chile.

Aquí vale el “sálvese quien pueda”. Nadie está seguro, ni siquiera en el metro o en los buses de la locomoción colectiva.