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(escribe prof. Alejandro Carreño T.) Lo que más anhela el ciudadano de cualquier lugar del mundo es vivir en un país seguro. Pero América Latina no se caracteriza, precisamente, por ser un continente que le ofrezca a sus ciudadanos la anhelada seguridad cotidiana; por el contrario, vive regada de conflictos de todo tipo que ahondan la inestabilidad democrática, siempre al filo de la navaja, y los peligros de morir de muerte violenta a la vuelta de cada esquina. Ecuador, hoy, pareciera ser el escogido de esta dramática realidad que se cierne sobre nuestras naciones latinoamericanas. La tierra de Jorge Icaza, el notable narrador de Huasipungo, vive en estos momentos bajo el dominio del miedo desatado por la ola incontrolable de asesinatos que interfiere en los cauces normales de la vida cotidiana.
Al igual que en Chile, donde las clases de colegios y universidades se suspenden y el tránsito se desvía o se detiene cuando se realiza un funeral narco, en Ecuador, en las ciudades de Durán y Guayaquil, las clases se realizan, por mandato del Ministerio de Educación, a través de plataformas online, por amenaza de balaceras que colocan en riesgo a la población. Es decir, las pandillas interfieren en la propia vida de las ciudades. Y los ecuatorianos tienen razón para estar apavorados. De enero a septiembre de este año, se han cometido 4.200 homicidios, y se proyecta hasta diciembre una tasa de 40 homicidios por cada cien mil habitantes, superando su propia tasa del año 2022 que era de 26 homicidios por cada cien mil habitantes. La más alta de Latinoamérica.
Las razones son bien parecidas a las que han provocado la debacle en términos de seguridad en Chile: Una “debilidad institucional” como señalan los expertos ecuatorianos en seguridad. Un gobierno incapaz de frenar el ingreso del narcotráfico y del crimen organizado, que atemoriza a jueces y policías. Cualquier semejanza con Chile es pura coincidencia. Como suele ocurrir en países tomados por pandilleros, los homicidios no ocurren solamente entre ellos, sino que afectan a la población civil y las propias policías. Cuando los gobiernos son incapaces de controlar quién entra a su territorio, porque son mediocres o porque responden a ideologías extremas, como la Agenda 20/30 controlada por organismos internacionales como la ONU (el caso de Chile), el narco y el crimen organizado se apropian de sus fronteras, de su gente, de su democracia.
También, como en Chile, los presos toman a los gendarmes como rehenes para demandar lo que bien estimen conveniente. Pero Ecuador ya inscribió a fiscales y políticos en su dramática lista de asesinatos que se inició en Durán con el acribillamiento del fiscal Leonardo Palacios en Durán, a la salida de una audiencia, el 1 de junio. Prosiguió en Manta, con la muerte del alcalde Agustín Intriago el 23 de julio. Y culminó, hasta ahora, con el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio el 9 de agosto en Quito. Se aprecia que los crímenes ocurren en todas las regiones del país, lo que comprueba la ineficacia de los sistemas de seguridad implementados por el gobierno.
Así lo señala el experto en seguridad Jean Paul Pinto: “No sabemos cuál fue el plan que se ejecutó desde que el gobierno arrancó, hace un poco más de dos años. Nunca se presentó el plan, sus metas, sus indicadores, entonces a lo que asistimos es ‘a ir apagando incendios’: surge un problema, se le apaga, surge otro, se le apaga y así es la política pública” (cito por La Tercera, sábado 30 de septiembre de 2023). Como consuelo de tontos, y pienso en mi país, Chile, por lo menos en Ecuador se apaga el incendio cuando aparece; La Moneda no apaga incendios, deja que el país se incendie y, a cambio, ofrece “diálogos”: hay que dialogar con los usurpadores, con los delincuentes, con los terroristas, con los narcos.
Sí, Ecuador está al rojo vivo. La gente vive atemorizada. Los crímenes se multiplican y la democracia camina por la cuerda floja. Pero de ninguna manera el diálogo puede ser la solución. Esto, por lo menos, Ecuador lo tiene claro.
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