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(Escribe prof. Alejandro Carreño T) El sábado 23 de abril se celebró el Día Internacional del Libro. Ese artefacto curioso y desenfadado que mantiene, desde hace varios años, una épica batalla con la indiferencia de una sociedad global abducida por los centros comerciales y la tecnología. Pero es pertinaz y adulador. Ha tomado las armas de su rival tecnológico para promoverse, sin pudores de ningún tipo, por los canales por donde fluye la loca flecha del ratón que nos lleva por los laberínticos recovecos del computador. Aprendió a venderse con un clic del ratón. Seduce y se deja seducir como una mujer enamorada.
Su vida de avatares es la propia reencarnación del espíritu de la Humanidad, hecho de recuerdos e invenciones. Ya lo dijo Jorge Luis Borges: “De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo. Sólo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria”. Y muchas veces es invención y memoria de sí mismo, como el Quijote que lee sus propias aventuras, porque un libro es también un lector que se encuentra en algún momento en medio de la historia que lee y le hace comprender mejor su propia existencia. Cervantes lo sabía: “En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia”.
Su día recuerda, precisamente, la muerte de Miguel de Cervantes. Recuerda la invención de su personaje que nos heredó el valor de la justicia y el sentido del amor por la mujer amada y la propia humanidad. Pero también su día nos recuerda la muerte Shakespeare y su obra que resume las grandezas y flaquezas del ser humano. Un halo libresco, con todo, como su propia obra, rodea la muerte de ambos escritores que dieron vida al Día del Libro. Cervantes, en realidad, muere el día 22 de abril 1616 y es sepultado el día 23, cuando se tiene noticia de su muerte.
Shakespeare muere efectivamente el día 23 de abril de 1616 de acuerdo con el Calendario Juliano, que corresponde al 3 de mayo en el Calendario Gregoriano, promulgado por el papa Gregorio XIII en 1582, pero que el Reino de Gran Bretaña y sus colonias americanas adoptan recién en 1752, y es el calendario por el cual nos regimos. Muere, además, supuestamente el día que cumplió 52 años. Pero, qué importa que el Día del Libro les deba a Cervantes y Shakespeare su celebración. Más aún, ¿importa que haya un día para celebrarlo? Los libros pueblan el mundo en todos los idiomas y aunque se diga lo contrario, en este momento que escribo la columna, cientos de miles de personas están leyendo uno, hojeando uno, pintando uno. Como Borges, “soy incapaz de imaginar un mundo sin libros”.
¿Qué diferencia a un analfabeto de alguien que sabe leer, pero no lee? Nada los distingue. Ambos pasarán por la vida como las hojas otoñales que se descuelgan de los árboles, sin haber vivido el verdor de la primavera. “Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida”, dijo Mario Vargas Llosa, seguramente porque los libros son todas las vidas que no viviremos y que tal vez nos gustaría vivirlas. Nos encontramos en ellos, entreverados en su mundo imaginario pero tan sospechosamente real, que reconocemos en ellos las experiencias de la propia realidad que nos rodea.
¿Por qué no hacemos, entonces, que todos los días sean el Día del Libro? Hoy tomaré uno. Quijote, por ejemplo, epónimo de la decencia y la justicia. Y como él, entregarme a los sueños y soñar con un mundo mejor. Después de todo, los sueños son otra de las formas de vivir la vida. Parodiando al gran escritor brasileño Montero Lobato, un país se hace con hombres y libros y sueños.
El mundo también.
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