04 de September del 2025 a las 17:00 -
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Día Nacional de la Gestión Cultural
Una jornada para pensar el presente y el futuro de nuestra identidad colectiva

(Escribe: Sergio Pérez) Cada 4 de setiembre, Uruguay celebra el Día Nacional de la Gestión Cultural. La fecha recuerda el nacimiento de Gonzalo Carámbula, uno de los nombres que abrió caminos en este campo. Más allá de los homenajes, lo que importa es detenernos a pensar qué significa realmente ser gestor cultural en este tiempo y en este país.
La cultura es la base invisible que sostiene la manera en que hablamos, cómo nos relacionamos, los símbolos que compartimos y los relatos que nos permiten reconocernos en comunidad. Sin cultura, las sociedades quedan reducidas a una mera suma de individuos.
Entender la gestión cultural como disciplina es comprender que se trata de un trabajo con implicancias profundas. No se limita a redactar proyectos ni a organizar espectáculos: implica cuidar la memoria, generar pertenencia y abrir horizontes.
Gestionar cultura es estar atento a los vínculos, a las necesidades de una comunidad, a los gestos pequeños que terminan construyendo identidad.
En tiempos de modas globales que nos invaden con modelos ajenos, el desafío es defender lo que nos pertenece sin caer en el encierro. No se trata de rechazar lo extranjero, sino de darle valor a lo nuestro y de presentarlo con dignidad, sin chauvinismos.
Por eso este día es una oportunidad para volver a preguntarnos qué lugar le damos a la cultura en nuestra vida cotidiana y qué tan dispuestos estamos a sostenerla con seriedad y compromiso.
La gestión cultural en Uruguay es todavía un terreno en construcción. Cada año se abren nuevas oportunidades de formación, surgen proyectos innovadores y se consolidan experiencias comunitarias que marcan la diferencia. Pero también persisten viejas dificultades: escasez de recursos, falta de continuidad en las políticas y una mirada que a veces subestima el valor de la cultura.
Cuando hablamos de cultura desde una perspectiva antropológica, pensamos en un entramado complejo de sentidos compartidos. No se reduce a lo artístico, aunque el arte es una de sus expresiones más visibles. Cultura es todo, salvo aquello que no se hereda genéticamente; es lenguaje, costumbres, memoria, celebraciones, modos de trabajar y hasta de cocinar. Gestionar cultura, en este sentido, es hacerse cargo de ese entramado y proponer caminos para que siga vivo.
Un gestor cultural debería ser, ante todo, un articulador. Puede estar en diálogo con el deporte, con el turismo, con la educación, con el desarrollo social y con la economía. Allí radica una de sus fortalezas: en tender puentes entre mundos que parecen alejados, pero que se enriquecen cuando se conectan.
Un ejemplo sencillo: cuando un municipio organiza un campeonato deportivo y lo complementa con música local, gastronomía típica o actividades educativas, está ejerciendo gestión cultural en el sentido más amplio. Integra expresiones, convoca a diferentes públicos y refuerza la identidad colectiva.
El turismo cultural es otro terreno en el que esta articulación se vuelve fundamental. Los visitantes no viajan solamente para ver paisajes; buscan historias, símbolos y experiencias que les permitan conocer el alma de un lugar. Ahí el gestor cultural cumple un papel esencial: dar sentido a lo que se muestra, evitar la banalización y resguardar la autenticidad.
La cultura también es economía. No porque se mida únicamente en cifras, sino porque genera trabajo, activa industrias, moviliza comunidades. Los festivales, las ferias y los espectáculos son motores económicos además de espacios de encuentro. Pero si olvidamos su valor simbólico, corremos el riesgo de convertirlos en simples mercancías.
Conviene ser claros: gestionar cultura no significa improvisar actividades para llenar una agenda. Implica pensar procesos de largo plazo, investigar, planificar y evaluar. La improvisación puede dar frescura a una obra artística, pero en la gestión puede tener consecuencias negativas.
La investigación, en particular, es una base indispensable. No hay gestión cultural seria sin un conocimiento profundo de los contextos, las tradiciones y los cambios sociales. Investigar no es un lujo intelectual: es lo que permite sostener proyectos con sentido.
En comunidades pequeñas, este trabajo se vuelve aún más evidente. Una biblioteca que organiza lecturas colectivas, un club que abre sus puertas a un taller artístico o un barrio que rescata una fiesta local, generan pertenencia. Ese sentimiento es lo que mantiene a la gente unida y lo que evita el desarraigo.
Pero no podemos romantizar todo lo que llamamos tradición. Algunas prácticas culturales perpetúan desigualdades y deben ser revisadas críticamente. La cultura no es estática: cambia, se resignifica, se adapta. El gestor cultural acompaña esos cambios y ayuda a que el debate sea posible.
En lo social, la gestión cultural tiene un valor incalculable. Es uno de los pocos espacios capaces de convocar a personas de orígenes distintos para compartir experiencias comunes. Un concierto en la plaza, una exposición en la escuela, una obra de teatro en un salón comunal son instancias donde las diferencias se diluyen y se construyen lazos.
Vivimos en tiempos de fragmentación y polarización. La cultura puede ser un terreno fértil para el encuentro y para la construcción de confianza mutua. Allí radica gran parte de su potencial transformador.
La dimensión económica tampoco puede ignorarse. Las políticas culturales que no contemplan la sustentabilidad de los proyectos terminan agotando a quienes los impulsan. Es necesario articular con el sector público, con empresas privadas y con la sociedad civil para garantizar continuidad y apoyo.
Incluso las actividades más pequeñas pueden lograr un impacto real. Un ciclo de música en un teatro barrial, una charla sobre patrimonio en una escuela, una exposición en una biblioteca: gestos que permanecen en la memoria y que recuerdan a la comunidad que tiene un valor propio.
La comunicación es parte central de todo esto. Difundir una actividad cultural es construir un relato que invite a la participación. Cada concierto, cada obra, cada muestra recuerda esa verdad: no se trata solo de presentar un producto, sino de compartir un momento irrepetible con quienes lo reciben.
Las nuevas tecnologías ofrecen herramientas valiosas, pero también plantean riesgos. Nos permiten ampliar el alcance de un proyecto, aunque a veces empujan hacia la superficialidad. El desafío es usarlas con criterio, evitando que el brillo digital eclipse la experiencia real.
La formación continua es otra necesidad. Nadie termina de aprender en este campo. La gestión cultural exige actualizarse, dialogar con otras disciplinas, conocer nuevas herramientas y, sobre todo, escuchar a las comunidades.
El 4 de setiembre debería servir también para reconocer a los gestores culturales anónimos. Aquellos que sostienen bibliotecas populares, clubes de barrio, asociaciones tradicionalistas y culturales con auténtico sentido de pertenencia y orgullo, grupos de danza o espacios teatrales. Sin su esfuerzo cotidiano, la cultura en Uruguay sería mucho más frágil.
Que el Día Nacional de la Gestión Cultural no sea apenas una fecha marcada en el calendario, sino una oportunidad para renovar un pacto con nuestra memoria y con nuestro porvenir. La cultura nos recuerda quiénes somos y nos invita a imaginar lo que todavía podemos ser. Custodiarla y proyectarla es tarea de todos, porque en ella late la vida en común.

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