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26 de April del 2020 a las 11:54 -
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Virtualidad y discriminación
Cuando nos formamos o durante los primeros largos años de ejercicio de la profesión, habría sido absurdo pensar que estábamos discriminando. Sin embargo, ahora tomamos distancia de aquel modo de enseñar.
Cuando nos formamos o durante los primeros largos años de ejercicio de la profesión, habría sido absurdo pensar que estábamos discriminando. Sin embargo, ahora tomamos distancia de aquel modo de enseñar.

(Escribe Prof. Oscar Yàñez) Desde fines de los años 90 hasta el año 2014, la atención a las dificultades de aprendizaje, al menos en la educación media, se solucionaban con un “trámite de tolerancia o de exoneración”.

Tristemente vimos, con muy poca conciencia del problema, que los años pasaron y una circunstancia humana de tal tenor se resolvía a través de un recurso administrativo.

Los “considerando” de la circular 3224 del Consejo de Educación Secundaria es explícita en tal sentido. Por resolución de la autoridad, a partir de un diagnóstico convalidado por una oficina especializada, un magnífico expediente podría saldar, con recomendaciones de sello de goma, cuáles serían las acciones didácticas para atender las dificultades de los estudiantes.

Este sistema que se generalizó con el “otorgar más tiempo” o evitar las correcciones de ortografía y sintaxis, tanto para un estudiante con dislexia como para otro con un trastorno específico del lenguaje, se saturó. Los expedientes taparon oficinas, obstruyeron acciones y, en definitiva, enlentecieron y desprofesionalizaron el quehacer educativo y, como consecuencia, la atención a los estudiantes con dificultades específicas.

Esto significa que, durante años (lo decimos sin ánimo acusatorio; lo afirmamos como una realidad vigente en una época, sin buscar culpables o responsables) dejamos circular estudiantes sin atención específica y responsabilizamos a ellos el problema. Históricamente las dificultades de aprendizaje fueron un problema para el alumno y la familia. No lo fueron para el docente.

Siempre contamos la historia del alumno que al recibir su escrito impregnado de tinta roja por las correcciones, le dijo al profesor: “Soy disléxico”. Y el profesor le contestó: “Ese es su problema”. Esta respuesta corresponde a una época y a un estilo docente que hoy repudiaríamos. Siempre queremos pensar que este paradigma de la homogeneidad ya caducó.

Sin embargo, hasta fines de la primera década del siglo XXI caminamos por una línea no demasiado alejada de esa realidad. Pero por esa época, muchos nos opusimos a esa perspectiva y entendimos que el problema de aprendizaje debería instalarse en la enseñanza y no en el aprendiz. Seamos precisos. Plantear que se instalaría en la enseñanza apunta a las estrategias específicas de atención a la diversidad que impidieran la discriminación. El sistema imperante hasta esa época, sin mala intención de los docentes, como respuesta a un estilo de formación y de atención de los estudiantes, tenía ese corte administrativo, restrictivo de lo pedagógico. El desafío, conscientes de la inoperancia, fue trabajar y formar para instaurar un sistema que resultara más justo. No olvidemos que, entre tantos significados, “tolerar” es tener paciencia o sobrellevar algo que no se aprueba en general; “exonerar” es “separar”.

Cuando nos formamos o durante los primeros largos años de ejercicio de la profesión, habría sido absurdo pensar que estábamos discriminando. Sin embargo, ahora tomamos distancia de aquel modo de enseñar. Si apeláramos a los recursos de la tolerancia y de la exoneración, no atenderíamos los diferentes modos de aprender y las variadas formas de enseñar, principios que se irradian con la incorporación, en 2014, del concepto “adecuación curricular”, en la mencionada circular del CES y con un antecedente en una resolución del órgano rector de la educación, poco antes de publicada esa norma.

Después de estas reflexiones iniciales, vayamos al tópico de este texto. Creemos haber puesto a discusión el problema fundamental que nos ocupa: la discriminación. La discriminación es el rechazo a un color de piel, a una opción sexual, a un grupo social, etc. Discriminamos también cuando no atendemos las diferentes formas de aprender. Por eso, queremos pensar este concepto en torno a la educación virtual, modalidad que hoy nos soluciona o que hoy nos afecta.

Nos soluciona en la medida en que da continuidad a esa necesidad humana que es la de educar y educarse. Nos afecta, porque saca o pone en evidencia lo más oscuro de cada uno en lo personal, en lo profesional y en lo familiar.

Hace unas horas escuché a Francesco Tonucci, en un seminario on line. Me impactó cuando, ante una pregunta, llegó a la conclusión de que el problema es “la mesa”. Sí. La mesa. Esa mesa, quizás la única, que deben compartir dos, tres, cuatro o más personas. Esa mesa en la que se coloca la única computadora que debe ser utilizada por similar número de personas. Esa mesa en la que, además, hay que cocinar o trabajar en otros menesteres o comer o mirarse a los ojos. Esa mesa que no tiene clase social

Por lo tanto, deducimos que, cuando queremos encontrar una solución a la educación a través de la virtualidad, en realidad estamos profundizando una brecha que siempre existió. El pedagogo italiano planteó durante su exposición que la educación es el recurso para evitar las desigualdades sociales. Sin embargo, la educación las genera. Decía que hasta los cuatro o cinco años los niños tienden a ser más o menos iguales. Sin embargo, cuando llegan a los quince, la diferencia es notoria. Entonces, la educación discrimina. Lo hace si la pensamos o la concebimos desde la presencialidad. La virtualidad nos preocupa aún más.

Esa grieta se ensancha y se profundiza si la medimos desde la virtualidad. Lo más curioso de este análisis es que la dificultad no está en la banda ancha o como se quiera llamar al acceso a Internet. La crisis se genera a partir de esa mesa. O sea, desde el lugar que la cámara de la videoconferencia no alcanza. Para no trivializar la circunstancia, deberíamos recorrer el concepto de opacidad que se genera a través de la enseñanza on line. Muchos nos podrán decir que no vemos todo lo que les sucede a los jóvenes durante la presencialidad. Es verdad. Pero en el vis á vis las miradas se cruzan y se chocan. Se desarrolla otra clase de vínculo. Para nosotros, sin lugar a dudas, mucho más enriquecedor, sin importar de qué lado de la grieta estemos. La grieta siempre está. Corresponde añadir que es la responsabilidad del estado -el estado somos nosotros- tender redes para que esa brecha se reduzca. Por la grieta, por la mesa, por las dificultades de aprendizaje… debemos pensar en un cambio profundo.

Nos podemos interrogar, en este momento, qué siente un estudiante cuando no puede, por sus propias condiciones, ingresar a una videoconferencia fría y distante o convivir con una plataforma impersonal. Qué siente cuando la familia no apeló a una rutina saludable, según señala algún especialista. Qué siente cuando la familia no asume sus propias responsabilidades de viciar el aire e irse intoxicando, pero acusando al sistema educativo. Qué siente cuando hoy no tiene ni siquiera los no lugares, pero tiene los límites que nunca antes tuvo. Qué siente cuando es testigo de lo que antes le era invisible.

Esbozar respuestas de un joven a estas preguntas desde el mundo adulto sería definir la estrategia de una gran batalla. Dejaremos a un lado a los pseudodoctoeducadores que no sabemos a qué responden. En principio, para nosotros, estos personajes se muestran como verdaderos artífices de la discriminación con discursos vacíos. Necesitamos la construcción colectiva para dar pasos firmes. Desconocemos la fecha de la vuelta. Vuelta habrá. Si esta es la certeza, resulta imprescindible empezar a trabajar en torno a ella, porque venimos con varias semanas invadidas por la incertidumbre.

Este proceso quizás evidencie el imprescindible empoderamiento de los docentes y así se transformen en esa llave que abrirá o no la puerta correcta de la transformación educativa. Tomamos estos conceptos de un artículo del Prof. Pablo Romero, en este mismo medio, pero, sobre todo, queremos dar cuenta de una preocupación que ambos compartimos en lo relativo, primero, a la construcción de un discurso con argumentos y, segundo, a los andamiajes éticos de cada resolución y de cada acción.

Ni impulso ni emoción. Equilibrio entre razón y pasión para actuar en contra de la discriminación en cualquier versión del sistema educativo. Para Tonucci, la brecha siempre estuvo; para nosotros es un enigma cuánto aumentó con la virtualidad. Advertimos dos dimensiones de crecimiento. Una corresponde a lo social. Habrá que localizar aquellas instituciones en las que la colisión con el aislamiento produjo los mayores daños. La otra corresponde a lo interno de cada institución y, asimismo, a lo interno de cada grupo de clase. Si una de las mayores injusticias promotoras de discriminación es anclarse en el paradigma de la homogeneidad, las reparaciones no son solo transversales a la institución. Lo son puntuales en cada grupo, sin olvidar equipos docentes y no docentes.

Si el seso educador nos establece que el problema está en “la mesa”, reconociendo que hay heterogeneidad de mesas (muchas con patas flojas) y que hay una grieta naturalizada en la educación presencial, más afanada en la virtual, y que hay necesidad de un profundo cambio, la reflexión de Tonucci nos motiva: “Los que saben están listos para proponer una educación distinta”. Y agregamos, jerarquizando con sus palabras: “Lo válido son las preguntas”.

Los docentes saben interrogar. Ahora habrá que indagar como colectivo. De allí podrán emerger respuestas válidas. Existen tres nichos interrogativos. Uno exige determinar cómo descontracturaremos los currículos para atender la diversidad; otro, cómo adaptaremos una vieja normativa sin precisiones conceptuales; finalmente, cómo será “la vuelta” juntos pero distanciados.

 

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